Capítulo
12
Cara o sello
El camino fue recorrido con un silencio cómodo. La
tensión en los hombros de ambos se fue disipando y Valentín solo esperaba
llegar pronto a su hotel para descansar.
Aquel relajo le duró poco al escritor. El auto que
los trasladaba desvió su ruta, salió de la zona hotelera y se dirigió por un
camino bastante solitario.
Para Rafaela eso no era problema, podía dormir bajo
el cielo estrellado o en un lujoso hotel, pero para Valentín sí que lo era.
―Creo que se equivocó de ruta, señor ―dijo un tanto
incómodo y mirando hacia el exterior.
―No. La editorial me dio instrucciones de llevarlo
a la cabaña que queda a unos kilómetros. Está muy cerca de una playa privada.
―¿Cómo?
Rafaela disfrutaba de la perturbación de Valentín.
Se cruzó de brazos y observó al desesperado hombre.
―Irán a una cabaña privada…
―Supongo que tendrán personas que nos atiendan
―reclamó.
―Lo desconozco, señor.
El chofer continuó el viaje y cuando estacionó, la
cara de Valentín lo decía todo. Bajó rápidamente, sin siquiera ayudar a Rafaela
y sacó su celular. Ciro lo iba a escuchar.
Mientras exponía su molestia al editor, Rafaela
tomó su maleta y entró a la cabaña. Era pequeña, acogedora y tenía una sola
habitación con una cama de dos plazas. Con dificultad abrió su gran maleta y
buscó las sábanas que llevaba, tenía la manía de solo usar las suyas, aunque
fuera un gran hotel. Eran rosadas, con algunas flores blancas. Muy femeninas.
Quitó las de la cama y puso las suyas. En uno de los veladores organizó sus perfumes
y cremas y en el otro sus maquillajes. Después de todo, serían diez días en ese
lugar.
De vez en cuanto veía cómo Valentín transitaba de
un lado a otro en la entrada de la cabaña y movía la cabeza. ¡Cuánto le gustaba
perder el tiempo a ese hombre!
Valentín entró enojado y despotricando contra todo
el mundo.
―¡Ciro se está pasando de la raya! ¿Traernos a una
casucha de mala muerte? ―Se paró en el umbral de la puerta, con ambas manos en
las caderas y con el ceño fruncido.
Rafaela lo miró un segundo mientras terminaba de
ordenar sus zapatos por color.
―Exageras. ―Fue lo único que dijo y luego siguió
con la tarea de apropiarse de la única habitación que había.
―Voy a dejar las cosas a mi habitación… ―dijo él
volviéndose hacia dónde tenía la maleta. No alcanzó a dar muchos pasos cuando
cayó en cuenta de que en esa pequeña cabaña no había espacio para dos
habitaciones. Retrocedió y con la furia en los ojos, habló―: ¿Qué estás
haciendo en mi habitación?
―¿Tuya? En ninguna parte dice tu nombre, es más,
hace dos segundos estabas hablando con Ciro porque no la querías. Bien, me la
quedo yo. ―Con una amplia sonrisa, se dejó caer en el colchón con los brazos
extendidos.
―Ah, no. Eso sí que no. ¿No pretenderás que duerma
en el sillón, verdad? ―Caminó e intentó tomar por las caderas a la escritora.
―¿Y piensas que lo haré yo? Olvídalo. ¡Y suéltame!
―Luchaba por arrancar de las manos de Valentín.
Él desistió la guerra que habían emprendido sobre
el colchón, se incorporó y lo observó todo. Por cada lugar que sus ojos se
posaban, estaba ella.
―¡Pero si pusiste hasta sábanas rosadas!
―Claro, nunca sabes quién usó las del hotel
―cuchicheó―. A parte se supone que solo yo voy a dormir en esta cama, no
pretenderás que la comparta contigo.
Valentín miró los perfumes, las cremas, los
zapatos…
―¿No teníamos una tregua? ―preguntó aún confundido
con todo lo que logró meter en la habitación en tan pocos minutos.
―Sí, y es por eso que no vas a reclamar y te vas a
ir al sillón. ―Rafaela se acercó a él y con premura empujó el cuerpo de
Valentín hacia la pequeña sala de estar.
―¿Viste cuánto mido? Ese sillón solo tiene espacio
para la mitad de mí.
―El que pestañea pierde. Yo la vi primero. Es mía.
―No. Tú cabes en el sillón y yo no. Lo siento pero
esa habitación es mía.
La lucha duró unos cuantos minutos más. Ninguno de
los dos iba a ceder y a Rafaela se le ocurrió una manera democrática para
resolver el problema. Metió una de sus manos al bolsillo de su chaqueta y sacó
una moneda.
―Cara o sello.
―¿Qué?
―Cuando era pequeñita, esto era Ley. Elige, cara o
sello.
―Qué se yo… ¿cara?
―Bien, yo entonces soy sello. Si sale sello, la
cama es mía y si no sale cara, la cama es tuya. ―Rafaela sonrió internamente.
Estaba haciendo trampa, pero la culpa era de Valentín que parecía no haber
escuchado hablar nunca de esa forma de decidir.
―De acuerdo.
―Bien, lánzala tú para que no digas que hago
trampa. ―Le entregó la moneda y con un brillo en los ojos, le sonrió. Valentín
en realidad ni siquiera había escuchado bien lo que le había dicho ella. Estaba
más perturbado por la forma en que ella hablaba. Se fijaba cómo su lengua se
movía dentro de su boca para modular cada cosa que le decía. Bien, ahora se
suponía que tenían que decidir bajo un ridículo juego quién se quedaba con la
cama. Lanzó la moneda, salió cara―. ¡Gané!
―No, no, no. Recuerda… si no sale cara, la cama es
tuya ―parafraseó.
―Es un poco raro. Repitamos.
―Bueno. ―Rafaela cruzó los dedos para que otra vez
saliera cara o el hombre se daría cuenta.
―¡Cara otra vez! Esto está arreglado.
―Tú elegiste primero que yo, ¿cómo iba a saber lo
que ibas a elegir? ―Le quitó la moneda y dio media vuelta para dirigirse a SU
habitación―. Que duermas bien, si tienes frío… En MI habitación hay unas
cobijas.
Valentín se quedó parado, mirándola y maldiciendo.
Luego miró el sillón. Era imposible dormir allí. Dejó su maleta en su sitio, tomó
su chaqueta y salió de la cabaña dando un portazo.
En cuanto ella lo escuchó, dio un pequeño saltito.
¡Uys, se había enojado!
Rafaela caminó con cautela hacia la puerta de la
habitación y sacó su cabeza para mirar alrededor. No había nada de Valentín,
solo las cortinas que se movían por el portazo que había dado. Miró la hora, ya
casi estaba oscureciendo. Pensó en realizar la cena, pues ambos tendrían hambre
y lo único que encontró en el refrigerador fue una ensalada. Con esmero,
comenzó a preparar algo sencillo pero que les agradara a los dos.
Mientras tanto, Valentín recorría los desolados
caminos que derivaban a una playa. Ni siquiera casas podía ver. Era solo esa
pequeña cabaña y el desértico paisaje que se mezclaba con el azul del mar.
―¡Ni un puto hotel cerca! ―Sacó su celular del
bolsillo de la chaqueta y comenzó a estirar su mano para encontrar señal―. ¡Y
no tengo cómo comunicarme!
Pateó las piedras que encontró a su paso. Resopló
una y otra vez alejándose del lugar donde se encontraba Rafaela y terminó
sentado a la orilla del mar. No quería dormir en ese sillón. Quería un lugar
donde descansar de verdad y por una estúpida apuesta ahora estaba a punto de
dormirse sobre la arena.
Rafaela comenzó a preocuparse. El silencio en la
cabaña era desesperante y las olas que se escuchaban la ponían nostálgica.
Pensaba en cómo estaría sintiéndose Valentín y en lo terco que era. ¡Nada le
costaba dormir en el sillón! Un caballero no hubiese dudado en cederle la cama
para que ella durmiera cómoda. Pero claro, ¡a Valentín no se le podía pedir
cortesía!
Estaba sentada en la mesa, frente a dos platos de
ensaladas y mirando constantemente el reloj cuando unos ruidos extraños la
alteraron. Se agitó por el miedo, buscó con la mirada rápidamente un arma con
la cual defenderse. No encontró más que un cuchillo de plástico. «Muy astuta,
Rafa», se dijo mientras caminaba hacia la puerta de entrada. No quería hacer
ruido pero las tablas del suelo no la ayudaban. Los sonidos en el exterior
cesaron y ella contuvo la respiración, esperando por el ataque del intruso.
Un minuto, nada. Dos minutos, nada. Bajó los
hombros que tenía tensionados y también la mano que sostenía la “peligrosa”
arma. Dio dos pasos y abrió lentamente la puerta. Encontró a Valentín, sentado
en uno de los escalones de la escalera.
El suspiro de alivio que dio, hizo que él se
volviera para mirarla.
―¿Qué haces aquí? ¡Me asustaste! ―Se sentó a su lado,
sabiendo que el hombre no estaba bien.
―Y pretendías defenderte con… ¿eso? ―Movió la
cabeza, fijando su mirada al infinito―. ¡Mira cómo tiemblo! ¿Qué qué hago aquí?
No tengo dónde dormir, ¿o lo olvidaste?
―Hicimos una apuesta y la perdiste, Valentín. Asume
las consecuencias.
―Hiciste trampa. Me enredaste con tu jueguito de
palabras e hiciste trampa.
Ella rió al verse descubierta y una pequeña brisita
le hizo temblar. Valentín, lejos de todo pronóstico, se quitó su chaqueta y se
la extendió.
―Tómalo como parte de la tregua ―le advirtió él―.
Pero la habitación la gané yo y lo sabes. Duermes en el sillón o la compartes
conmigo. Así es la cosa ―dijo muy serio mientras la observaba cubrirse.
Estaba enamorado de esa mujer, lo confesaba poco a
poco y a la misma velocidad comenzaba a asumirlo. No podía estar mucho tiempo
separado de ella. Salió para despejarse y terminó volviendo para siquiera
mirarla cuando despertara.
―O nos quedamos aquí y ninguno de los dos duerme en
la cama de la discordia. Está linda la noche, me recuerda a un libro que leí
hace un tiempo que hablaba de un amor que comenzó mientras dos niños, uno más
grande que el otro, miraban las estrellas. Es una de las escenas más tiernas
que he leído…
Ella pareció estar en una nube. Sus pestañas se agitaban
y los ojos le brillaban cada vez que paseaba sus azules ojos por el cielo. Era
cierto, la noche estaba hermosa y las estrellas parecían estar más cerca si
ella las miraba.
―¿Siempre te gustó leer? ―preguntó él para que ella
lo mirara con la misma fascinación con la que miraba la noche.
―No, la verdad es que fui escritora casi al mismo
tiempo que lectora, incluso fui lectora después de que escribí mi historia.
―Hablar del tema a ella le revoloteaba un poco el estómago. Aún no encontraba
las explicaciones para todo lo que había soñado con su imagen.
―¿Qué hizo que escribieras? En mi caso… ―Valentín
dudó si contarle sobre él―. Fue una historia que me llevó varios años.
El comentario final hizo que Rafaela se olvidara de
contestar la pregunta y sonriera. Valentín no pudo evitar imitar el gesto.
―Ya sé lo que vas a decir… eso de “va lento”
―comentó Valentín mientras una mano se le escapaba para rozar el cabello de
ella.
―Bueno, está medio ambiguo eso. Entre lo lento que
eres para escribir y lo rápido para… ―De considerada que era, Rafaela no
terminó la frase, pero no fue necesario. Él, lejos de devolver el ataque, se
quedó en silencio, mirándola. Ella le mantuvo la mirada, descubriendo algunos
lunares dentro de sus pupilas.
―Jamás voy a quitarte esa idea de la cabeza,
¿verdad? Contigo jamás podré ser el hombre que vendo porque llegaste a un punto
en que hasta yo me siento inferior ―se sinceró, pero aquella afirmación a Rafa
no le gustó.
―No es mi intención que te sientas inferior. Lo que
quiero es que te sientas más humano. ¿Crees que no sé que eso puede pasarle a
cualquier hombre? ¡Cómo no te das cuenta que me encanta sacarte de tus casillas
para que sepas que no tienes el control de absolutamente nada! Valentín, no
eres Dios… El berrinche que hiciste con Ciro fue el que te llevó a estar ahora
aquí y no en la habitación, compartiéndola conmigo.
―¡Ah! ¿Es decir que todo lo que has hecho este
tiempo es una especie de escarmiento? ―Frunció el entrecejo pero su voz sonó
divertida.
―No sé, se dio así. Me provocaste en varias
oportunidades y te respondí como podía. También me desconozco, Valentín ―lo
miró fijamente―. Contigo he cumplido mi cuota. No suelo ir por la vida
jodiéndole la vida a las personas…
Ambos quedaron en silencio y bajo ese mismo mutismo
ella se levantó. Entró a la casa y tomó los dos platos de ensaladas y sus
respectivos cubiertos.
Al llegar al lado de Valentín y pasarle uno de los
platos, éste la miró asustado.
―De ti mucho no me confío. No quiero morir.
―No seas así. Hicimos una tregua y la voy a respetar.
―No la respetaste cuando hiciste trampa.
―Es verdad. ―Ella lo miró, frunció los labios y
cambió los platos―. ¿Ahora confías en mí? Revísalo, ve si tienen algo que no
puedas comer… la verdad es que mucho no tienen porque mañana nos toca ir al
supermercado.
―¿Cómo es eso? “Nos toca” es mucha gente. Vas tú.
―¿Cara o sello? ―preguntó ella al tiempo que se
llevaba un poco de ensalada a la boca.
―No, esta vez no usaremos tu jueguito… Tengo otra
idea. ―A Valentín le brillaron los ojos.
―Me asustas, Valentín. ―Dejó el plato a un lado de
la escalera y se volteó para quedar frente a la sonrisa del galán.
El hombre se levantó también dejando a un lado su
cena y estiró su mano para que Rafaela se la tomara. Levantó una ceja y con
fuerzas la llevó hasta la habitación. Ella lo seguía. Quería ver qué tipo de
juegos le proponía.
―Si vamos a decidir algo, va a ser sobre la cama de
la discordia…
―¿Qué estás pensando específicamente? ―Lo miró un
poco confundida.
―En la playa hiciste y deshiciste a tu antojo hasta
llevarme a un límite en el cual quedé con mi ego pisoteado. Bien… Vamos a ver
cuánto resistes, bonita. ―Le tomó con su pulgar e índice la barbilla y aprovechó
de inmovilizarle el rostro para besarla. Fue bien recibido, pero él se alejó
antes de que Rafaela siquiera pudiera retener su sabor.
Como si se tratara de una mujer con la cual
acostumbraba a tener encuentros íntimos, la tomó por la cintura y la acercó
hasta el borde de la cama. La miró de arriba abajo y se aseguró de que su
mirada causara efectos en Rafaela.
Al principio ella no entendía nada. Tenía en frente
a un hombre de buen porte, que con solo peinarse con la mano su cabello la
volvía loca y ahora, debía aguantar a que la inspeccionara de arriba abajo. Se
sentía nerviosa, pendiente de cada paso que él daba. No lograba dilucidar qué
haría. Si la besaría, si le susurraría al oído o si su palma se aferraría a sus
tan halagados glúteos. Intentó un par de veces cerrar los ojos, pero él no se
lo permitió.
―No cierres los ojos… Vas a estar atenta a cada
cosa que yo haga, porque no sabrás en qué minuto exacto te haré explotar,
Rafaela. Y quiero ver… si logras esperar a que yo esté listo. ¿Trato hecho? Si
tu orgasmo llega antes, mañana te toca hacer el pedido del supermercado. Sola.
Ella solo asintió, sonriendo internamente porque el
lobo había despertado. Así que este era el hombre por el cual tantas mujeres en
México clamaban. Había logrado despertar a la fiera que había dentro. Una fiera
que manejaba a su antojo a su presa. ¡Ay, que no se enterara, pero de solo
pensar lo que vendría, su vientre se contraía!
―¿Trato hecho? ―preguntó con voz grave.
―Trato hecho… ―aseguró moviendo su cabeza.
Lo cierto era que Valentín estaba igual o más excitado
que Rafaela. La prueba era para ambos, pero daba igual. Todo era una excusa. Él
quería limpiar su honor y ella tenía muchas ganas de disfrutar de la mano de
Valentín.
La primera jugada de Valentín fue apostar a
quitarle los zapatos. Fue tan lento en la tarea, rozó con la presión precisa el
empeine de ella, que pudo sentir cómo hormiguitas caminaban desde su tobillo
hacia su entrepierna. Casi pierde el equilibrio, pero fue el hombro de Valentín
quien la sostuvo.
―Me tomo tiempo para todo, Rafaela. Que te quede
claro.
Lo tenía clarísimo. Ahora estaba subiendo con sus
manos hacia sus muslos y delineando con los pulgares sus glúteos. El hombre la
acercó aún más, a la vez que sus manos arremolinaban por sobre su cadera el
vestidito que llevaba. Pudo ver la diminuta prenda de seda que cubría la feminidad
de la escritora. Se tentó en acariciar con la palma abierta ese cálido lugar. Lo
hizo, dejó que la mano extendida cubriera la pelvis y con la punta de sus dedos
comenzó a quitar la prenda.
Rafaela, en cuanto sintió que los dedos de Valentín
se abrían paso en su sexo, retuvo un gemido. Cerró los ojos por impulso y se
mordió la lengua. Debía resistir, aunque no podía negar que estaba disfrutando
de la invasión que Valentín estaba llevando a cabo.
―Vas a perder… Rafaela… ―Sonrió y luego besó
aquella sensible zona que lo aclamaba con espasmos.
―Nunca pierdo. ―Y fue sincera. Estaba ganando un
exquisito momento junto a Valentín―. Lo que no sé, es que si tú vas a poder aguantar
hasta que yo decida dejarme llevar.
―No te está costando mucho… ―Valentín era seguro en
lo que decía, sin embargo su erección ya estaba puesta a merced de Rafaela. Ella
tenía todo el control. Ella podía hacer y deshacer con solo respirar.
El vientre de la escritora se volvió a contraer y él
acusó recibo de ese temblor. Le acarició el abdomen con la nariz y subió
lentamente. La torturó de la misma forma que lo había hecho ella, y ambos
disfrutaron. Cuando llegó a la altura de sus pechos, apresó con su boca el
izquierdo, mientras sus manos la aferraban a él. Ella enredó sus dedos entre
los dóciles cabellos del hombre, dando pequeños tirones para que él continuara en
la tarea de volverla loca.
Valentín delineó el contorno del tronco de Rafaela,
situó sus manos en aquella pequeña cintura y quiso quedarse ahí para siempre. Cuando
levantó su cabeza, se encontró con unas mejillas acaloradas y unos ojos que
demandaban placer. No querían separarse. No estaban para perder el tiempo, pero
tampoco para extenderse demasiado.
Él se incorporó para acercarse a aquella boca que desprendía
un dulce aliento, del cual se alimentaba. Respiraban el mismo aire, y aunque
estaban fatigados y alterados, continuaron perdiéndose en la piel del otro.
No se dieron cuenta de cómo quedaron completamente
desnudos ante el otro. Las sombras de ellos se mezclaban en la habitación a
medida que iban acercándose a las paredes. Sí, habían comenzado torturándose de
forma pausada, pero llegaron a un punto en que la desesperación por sentirse aún
más, les pedía a gritos encender el fuego de una buena vez. Y lo hicieron.
Ardieron juntos. Primero en cada pared de la
habitación, luego pasaron por el famoso sillón, que milagrosamente logró tener
espacio para los dos. Rafaela le acariciaba la espalda mientras él seguía los
movimientos de sus caderas con las manos, intensificando el ritmo. Volvieron a
la habitación para caer juntos en la cama. ¿Quién ganó la batalla? Eso nunca lo
sabrían. Estaban tan pendientes de gozar lo que el otro le provocaba, que se
olvidaron de ver quién cayó primero en las redes de quién. Probablemente ambos.
Quizás fueron ambos los que se rindieron ante el otro. Lo cierto es que Rafaela
se emborrachó del cuerpo de Valentín y él se perdió en cada una de las curvas
que la mujer le dejó recorrer.
Horas después, ninguno de los dos podía dormir. Estaban
rememorando lo que había ocurrido, uno al lado del otro. Abrazados, agotados.
Rafaela tal vez jamás se lo diría, pero una vez que explotó junto a Valentín,
dejó caer lágrimas. Había soñado tanto con ese momento y, aunque antes todo era
una fantasía, él lo había convertido en realidad, superando con creces las
expectativas. ¡Era su Valentín! Ese hombre era él y el arrogante solo formaba
parte de una fachada. Precisamente le acariciaba el pecho con la yema de los
dedos cuando por su cabeza aparecieron algunas preguntas. ¿Qué hacía que Valentín
tuviese esa coraza? ¿Cuáles eran los sufrimientos del hombre que hacía círculos
en su espalda? ¿Por qué luego de tanto andar, lo había encontrado? ¿Qué mágica
explicación había para ellos?
―Creo que mañana deberemos ir juntos al
supermercado ―concluyó él.
―¿Seguro? Sigo pensando que es mejor lo del cara y
sello. ―Sonrió y él de un impulso le dio un beso en la nariz.
¡Lo amaba! Amaba a ese Valentín. Lo amaba desde antes
de conocerlo. ¿Podría ser siempre así? No, quizás se volvería aburrido. Pero
con que cada noche repitieran lo que había sucedido hacía unas horas, ella era
feliz. Había sido seductor y tierno a la vez. La había hecho disfrutar y estaba
segurísima de que ella había perdido, pero él dejó la apuesta como si hubiesen
empatado.
¿Qué les esperaba a la mañana? No tenían idea, pero
disfrutarían de ese silencio que les otorgaba el estar alejados de todo y además,
de la compañía del otro.