Capítulo 9
Te Quiero
MARLEN
―Te quiero ―dije aferrada a él. No
lograba comprender esa necesidad que me llevó a decirlo sin pensar. A no
filtrar, a por primera vez decirle esa frase que cada cierto tiempo se me
quedaba atrapada en la garganta. Pero ese día la dejé escapar porque no lo
vería en cinco años más, y se lo merecía. Se merecía mi cariño por todo lo que
me ha apoyado, acompañado.
Abrazarlo en el aeropuerto me trajo
de pronto la imagen del último abrazo que le di en ese mismo lugar a John.
Debí soltar a Peter y alejarme sin
decir nada más. John me rondaba los recuerdos, pero cuando le dije a Peter que
lo quería, John pareció alejarse unos minutos de mí. Éramos por primera vez
Peter y yo. Fue un instante, un pequeño momento de amnesia y anestesia. Olvidar
el dolor por John para dejar entrar una tristeza distinta, y esa tristeza no
era por mi marido, sino por aquel hombre al cual me aferraba.
Pude escuchar el reclamo silencioso
que me dirigió con su mirada cuando me alejé. Caminé con la vista fija en mis
niños que iban unos pasos más adelante que mí junto a Sara, entonces lo sentí.
Sentí la mirada de Peter. Me giré lentamente y simplemente pude sonreír.
Hubiese querido volver tras mis pasos y abrazarle una vez más. Aún no me iba y
ya lo extrañaba por alguna loca razón que no entendía.
―Muy buenas tardes ―miré a la
policía que me indicaba la fila que debía hacer. Iba a contestar cuando escuché
una voz masculina a mis espaldas.
―¡Marlen! ―Enmudecí y me giré al
instante. Vi a Peter extendiendo sus brazos a unos pasos de mí.
Era un loco. Corrí con celeridad para
corresponderle.
No lograba entender el porqué de su
llamado y esa muda necesidad de abrazarnos nuevamente.
―Yo también te quiero ―dijo y a mí se
me detuvo el mundo. Otra vez. Llevó con lentitud sus manos a mis mejillas y me
dio un lento beso en mi comisura izquierda. Fue un beso extraño y
extremadamente largo. Pero no me alejé, no levanté murallas, dejé que lo
hiciera y sin que me soltara aún, ya comenzaba a añorar su contacto.
Fue él quien me soltó por completo y
pronunció un triste «Lo siento». Me
quedé clavada en el piso frente a él. Sentí el temblor de unas lágrimas que
advertían una caída libre, sin embargo él con dulzura las retuvo para luego
besar mi frente y dejarme partir.
Sara no me dirigió la palabra hasta
que estuvimos sentadas en el avión, y los niños dormían plácidamente.
―¿Estás bien? ―La miré y no supe qué
responder. Tenía mi cabeza repleta de preguntas, y las respuestas se habían quedado
abajo del avión.
Me encogí de hombros y volteé mi
cabeza hacia la ventana. Tenía tan fatigada la mente que ni siquiera me acordé
del miedo a volar. Me perdí en las nubes que dibujaban en el cielo un colchón
esponjoso y tuve la extraña necesidad de dejarme caer en él. Estaba en el
cielo, donde se suponía estaba John, sin embargo quería bajar a la tierra y
volver a encontrarme con el hombre que había dejado atrás. ¿Qué me estaba
pasando? ¿En qué minuto comencé a necesitarlo tanto como para no concebir estar
tan lejos de él?
Aterrizamos en Chile y el descenso
me devolvió el temor. Me sostuve de la mano delicada de Sara y ella solo
sonrió.
―Esto es lo peor ―musite entre
dientes.
Retiramos las maletas y una persona
de la agencia nos esperaba para llevarnos a un departamento que ocuparíamos
hasta que la casa que John compró estuviera totalmente habilitada.
Llegué tan cansada y los niños
estaban inquietos. Nos pasamos toda la noche intentando hacerlos dormir, pero
no lo conseguimos hasta las primeras luces del alba.
―Ve a dormir, Sara. Ha sido todo tan
agotador, yo me quedo pendiente de los niños por si despiertan ―dije con café
en mano.
Se resistió un poco pero luego
aceptó irse a descansar. Yo, sin embargo no podía dormir a pesar del cansancio.
Me senté en un pequeño sillón que había al lado de una mesita de luz.
Durante el viaje comencé a analizar
la razón por la cual me inquietaba que Peter se quedara tan lejos. Se suponía
que dejarlo atrás también era una forma de volver a empezar. Por alguna razón comencé
a depender de su compañía, pero no lo descubrí hasta verme lejos de él.
Sin embargo entendí que el motivo
radicaba en todo el tiempo que pasábamos juntos en Boston. Se convirtió en
familia y a la familia se le extraña. Sí, eso era.
Me di vueltas y vueltas en el
sillón, sin embargo no podía apartar de mis pensamientos a Peter. Y eso me
enojaba, me enojaba en lo más profundo porque él no debía tomar por asalto el
espacio que John ocupaba. No podía adueñarse de mis pensamientos que deberían
ser dirigidos solo a John.
Me levanté ofuscada y busqué sosiego
en la paz de mis hijos durmiendo. Entonces allí también me invadió Peter,
porque comencé a recordar el cariño con el cual los trataba. Las veces que les
enseñó a dar sus primeros pasos. Y volví a enojarme, esta vez no con él sino
conmigo, porque le dejaba irrumpir con vehemencia en esta nueva vida.
Me di una ducha rápida y después,
busqué refugio ordenando las cosas más importantes de John que guardé en mi
maleta. Sí, allí me sentía segura, protegida y colmada de él. Suspiré evocando
su presencia. Seguía doliendo, pero podía sobrevivir. Ahora sí me daba cuenta
que el mundo seguía girando, más lento, pero girando para mí.
Con la pesadez en los ojos por no
haber dormido, caminé hasta mi habitación una vez que el rincón que había
elegido de forma exclusiva para John estuvo ordenado. Y entonces, por fin, pude
descansar.
Desperté cuando ya eran más de las
tres de la tarde. Los niños ya habían comido y Sara jugaba con ellos en el
diminuto living.
―Buenas tardes ―saludé robando una
manzana del refrigerador. Gracias a Dios los de la agencia se habían encargado
de todo.
―Hola, ¿cómo dormiste? ―preguntó
Sara con aire preocupado.
―Descansé, que es lo bueno. ―Sonreí
sin ganas. Algo en mi estómago se había instalado y no me dejaba ser cien por
ciento feliz en este cambio. ¿Angustia talvez?
Sí, era probable que así fuera. En
dos días debíamos presentarnos en el local que ocuparíamos para impartir clases
de Yoga. Por las fotos que nos dieron, era bastante amplio. Por la dirección
que nos entregaron, quedaba demasiado cerca.
―¿Llamaste a Peter para decir que ya
llegamos? ―Y la pregunta me causó una punzada que me recorrió el cuerpo hasta
que encontró mi alma.
―No ―me sinceré sin mirarle
siquiera.
―Debe estar preocupado…
―Puede ―respondí escuetamente―. De
todas formas sabe que estamos recién instaladas, no creo que esté esperando una
llamada de nosotras todavía.
Sara solo me miró unos segundos para
después desaparecer a su habitación.
―Pero si quieres llámalo tú ―sugerí
alzando la voz. No respondió.
Me acerqué a los niños y jugué con
ellos. Les hablé con cariño, les aseguré que seríamos felices y aunque no
entendieran nada, les aseveré que solo nos necesitábamos nosotros para ser
feliz. Lo que no sabría decirles, es si eso último era una excusa o una
afirmación.
―Papapa… ―balbuceó John y yo salté
de alegría.
―¡Síiii! ¡Sara! ―grité para que se
acercara―. Sara, ven. Ha dicho papá, John ha dicho papá.
Corrí en busca de una foto de mi marido.
Sara no llegó, pero yo pude enseñarles a mis niños la foto y repetir una y otra
vez:
―Acá está papá. Pa – pá.
De pronto, con teléfono en mano,
Sara llegó a la sala y preguntó qué ocurría.
―Ha dicho papá, ¿puedes creer? ―dije
sonriendo y detuve la mirada en el teléfono. ―¿Con… con quién hablabas?
―pregunté apuntando lo que tenía entre las manos.
―Con Peter ―respondió sentándose en
posición india frente a los niños y sonriéndoles.
―Ah… ―expresé intentando ocultar el
dejo de decepción. ¿Por qué lo llamó ella y no yo? Bueno, mejor…
―Dijo que esperaba tu llamado. Te lo
dije.
La miré y tomé en brazos a Mark.
―Pero ya lo has llamado tú, no es
necesario que lo llame. ―Le esquivé la mirada de reproche que me entregó como
respuesta y concentré mis caricias en mi niño.
―¿Qué ocurre? ¿Por qué de pronto le
rehúyes? ―No sabía qué contestar. Ni yo tenía respuesta a esa pregunta.
―Estoy agotada y seguro querrá
hablar horas, ya sabes cómo es. Lo voy a llamar en un rato. ―Seguía sin
mirarla, estaba segura que no me había creído.
―Es mentira, no lo llamé ―confesó a
la vez que yo solté un suspiro de alivio. ¿Por qué?―. Era la directora de la
academia para saber cómo habíamos llegado. ―Comenzó a reír sin sentido―. Te
hubieses visto la cara cuando te dije que llamé a Peter.
―Son cosas tuyas.
Fue todo cuanto dije.
Llegó la noche y… debí hacer lo
inevitable. Peter se merecía un llamado mío. Era mi amigo y se había portado
muy bien, se lo debía.
Esperé a que todos durmieran para
coger el teléfono. Sonó dos veces y entonces él contestó.
PETER
La vi alejarse y no comprendí cómo
tanto vació creció en mi interior. Volví a mi casa sumido en una sensación
nueva y extraña. Sí, ella y los niños eran extremadamente importantes en mi
vida, pero ¿en qué minuto se volvieron tan necesarios como para sentirme el
hombre más abandonado de la tierra?
Esa noche dormí pegado a la almohada
y pegado también al recuerdo de ese «te quiero», aferrado a la imagen de Marlen
temblando cuando la llamé para darle un último beso, uno tímido pero
significativo. Uno que me pareció eterno y a la vez mortal. Le vibraban las
lágrimas en las pupilas y yo solo tuve la necesidad de secárselas, de que no
las derramara, no por mí.
Me odié porque me parecía una
estupidez extrañarla tanto. Yo no debía extrañarla así, yo no debía necesitarla
como si fuera mi aire. Ella era la mujer de mi amigo, yo solo era el amigo que
admiraba ese amor y que decidió cuidar de ella como amiga, sin embargo la
estaba cuidando y añorando como si fuera mi otra mitad, como si fuera una
extensión de mí.
Golpeé con fuerzas la almohada con
la cabeza, para quitarme de la cabeza sus ojos tristes que clamaban que la
siguiera, porque yo debí haberla seguido hasta el fin del mundo.
Me levanté al sentir que la sangre
me bullía y no me dejaba el cuerpo quieto. Se me asfixiaba el alma con la
necesidad de saber de ella. Debían estar recién en la mitad de su vuelo, sin
embargo yo ya quería traerla de regreso.
Abrí el grifo y serví agua. La bebí
rápido, para ahogar la intranquilidad que me recorría las venas. No lo
conseguí. Me senté en la mesa de la cocina y abrí el ordenador. Tenía trabajo
pendiente y necesitaba quemar mis neuronas en otra cosa y no en el sentimiento
absurdo que se me estaba gestando en el lado izquierdo de mi pecho.
Las horas parecieron avanzar. Sin
embargo al consultar la hora, ni siquiera habían transcurrido cuarenta minutos.
Cerré todo y volví al dormitorio,
debía dormir, descansar.
A la mañana siguiente, decidí salir
a correr como hace mucho tiempo no hacía. Lo hice. Corrí sin rumbo, o por lo
menos eso creí. Y entonces, mis pies traicioneros me llevaron hasta la casa
vacía que antes fue el refugio de una amistad.
Pateé el letrero que decía que
estaba en venta, y me acuclillé tomándome la cabeza.
Cinco años, cinco años sin ellos. No
podía doler tanto. No podía hacerme falta. No debía sentir lo que estaba
sintiendo. No así, no ahora, no con ella.
Volví a casa peor de lo que salí, me
di una ducha y esperé enfriarme con el agua los pensamientos. Era su vida, no
podía inmiscuirme en su vida, en su decisión. No podía rogarle que volviera, no
después de todo lo que le costó ponerse de pie. No podía siquiera aspirar a que
me mirara como la estaba mirando yo, porque ella era la esposa de mi amigo, de
mi mejor amigo ¡maldita sea!
Aun así, la busqué entre las
llamadas perdidas de mi celular. Ni siquiera allí la podía encontrar. Y no la
llamaría, por John que no la llamaría, no la buscaría. Porque en mi loca forma
de razonar últimamente, estaba seguro que si escuchaba su voz otra vez después
de ese «te quiero», sería para rogarle que volviera. No le pedía nada más que
eso, que me dejara seguir acompañándola. Que me dejara seguir siendo la persona
a la cual ella acudía cuando necesitaba un hombro para llorar, una mano donde
sostenerse. Desde lejos, pero muy cerquita.
No pasaron muchas horas hasta que el
celular me sacó del aturdimiento. Era ella. Marlen.
Tomé el celular con manos
temblorosas, no sabía si contestar o no. Y la verdad es que necesitaba
escucharla, saber que habían llegado bien. Escucharla, solo escucharla para
volver a sentirla cerca.
―Hola ―murmuraron al otro lado del
auricular, y entonces, me bailó el alma y me dolió la conciencia.
―Hola. ―Conseguí decir luego de unos
segundos.
Y entonces, no existió nada más. Se
me borró el pasado, se me borró el miedo y apareció una sonrisa de dudosa
procedencia. De esas culpables, de esas mismas que lucía Marlen cuando reía y
pensaba en John. Así mismo, así me sentía yo.